Tomado del Libro de Hans-Hermann Hoppe, Libertad o Socialismo, editado por Juan Fernando Carpio
En los dos capítulos
anteriores las formas de socialismo más conocidas e identificadas como tales, y
que derivaron básicamente de las mismas fuentes ideológicas, fueron discutidas:
el socialismo de tipo ruso, más claramente representados en su momento por los
países del bloque comunista de Europa Oriental; y el socialismo de tipo
socialdemócrata, con sus representantes más típicos siendo los partidos socialistas
y socialdemócratas en Europa Occidental y en menor grado por los “liberals” en
los Estados Unidos. Las reglas de propiedad subyacentes a sus políticas fueron
analizados y fue planteada la idea de que uno puede aplicar los principios de
propiedad del socialismo de tipo ruso o de tipo socialdemócrata en distintos
grados: uno puede socializar todos los medios de producción o sólo un puñado,
uno puede confiscar vía tributos y redistribuir todo el ingreso y casi todos
los tipos de ingreso, o uno puede hacerlo en una proporción menor de sólo
algunas formas de ingresos. Pero, como fue demostrado por medios teóricos y
también de forma menos rigurosa a través de evidencia empírica ilustradora, en
la medida en que uno se aproxime a estos principios y no abandone de una vez
por todas la noción de derechos de propiedad para los no-productores
(no-usuarios) y no-contratistas, el resultado será el empobrecimiento relativo.
Este capítulo mostrará que
lo mismo es cierto con respecto al conservadurismo pues éste, también, es una
forma de socialismo. El conservadurismo también genera pobreza, y mucho más
mientras más resueltamente se aplique. Pero antes de adentrarnos en un análisis
económico sistemático y detallado de las formas peculiares en que el
conservadurismo causa este efecto, sería apropiado darle un breve vistazo a la
historia, de forma en que podamos entender mejor por qué el conservadurismo es
en efecto socialismo, y cómo se relaciona con las dos formas igualitaristas de
socialismo discutidas previamente.
A grosso modo, antes del
siglo dieciocho en Europa y alrededor del mundo, existía un sistema social de
“feudalismo” o “absolutismo” que en realidad era feudalismo a mayor escala. En
términos abstractos, el orden social feudalista estaba caracterizado por un
señor regional que reclamaba la propiedad sobre algún territorio, incluyendo
todos sus recursos y bienes, y con bastante frecuencia de todas las personas
ubicadas en éste, sin existir apropiación original de ellos a través del uso o
trabajo, y sin tener un contrato con ellas, respectivamente.
Por el contrario, el
territorio, o mejor dicho, las partes de él y los bienes ubicados sobre él,
habían sido ya activamente ocupados, usados y producidos por otras personas
antes (los “propietarios naturales”). Por ende, los alegatos de propiedad de
los señores feudales se derivaban de la nada. Por tanto la práctica, basada en
estos derechos de propiedad, de arrendar tierra y otros factores de producción
a los propietarios naturales a cambio de bienes y servicios unilateralmente
fijados por el amo feudal, tenía que ser ejecutada contra la voluntad de estos
propietarios naturales por medio de violencia armada y fuerza bruta, con la
ayuda de una casta de militares nobles que eran recompensados por el amo
permitiéndoseles participar y compartir esos métodos de explotación y sus
frutos. Para el hombre común sometido a este orden de las cosas, la vida
significaba tiranía, explotación, estancamiento económico, pobreza, hambruna y
desesperanza. Como podría esperarse, hubo resistencia a este sistema. Sin
embargo, y curiosamente (desde una perspectiva contemporánea), no era la
población campesina la que sufría el orden existente, sino los mercaderes y
comercian quienes se volvieron los opositores activos del sistema feudal. El comprar
a un precio más bajo en un lugar, viajar y vender a un precio más alto en un
lugar distinto, como hacían, volvía relativamente débil su subordinación a
cualquier señor feudal.
Eran esencialmente una clase
de hombres “internacionales”, cruzando las fronteras de los distintos
territorios feudales constantemente. Como tales, para hacer negocios requerían
un sistema legal estable, internacionalmente válido: un sistema de reglas,
válido independientemente de momento y lugar, que definiera propiedad y contrato,
que facilitara la evolución de las instituciones de crédito, banca y seguros,
esencial en cualquier negocio comercial de gran escala. Naturalmente, esto
causó fricción entre los mercaderes y los señores feudales, siendo estos
últimos representantes de sistemas legales regionales variados y arbitrarios.
Los mercaderes se volvieron los disidentes del orden feudal, permanentemente
amenazados y molestados por la casta de la nobleza militar que intentaba
ponerlos bajo su control.
Para huir de esta amenaza, los
mercaderes se vieron forzados a organizarse y establecer puestos comerciales
fortificados en los mismísimos confines de los centros de poder feudal. Como
lugares de extraterritorialidad parcial y al menos parcial libertad, atrajeron
rápidamente grupos crecientes de campesinos que huían de la explotación feudal
y la miseria económica, y se volvieron pequeños pueblos, motivando el
desarrollo de actividades y emprendimientos que no podrían haber emergido
dentro de los confines de la explotación y la inestabilidad legal
característicos del orden feudal mismo. Este proceso fue más pronunciado donde
los poderes feudales eran relativamente débiles y donde el poder estaba
dispersado entre un gran número de señores feudales a veces muy pequeños y
rivales. Fue en las ciudades del norte de Italia, las ciudades de la Liga
Hanseática y en las de Flandes que el espíritu del capitalismo floreció por
primera vez, y el comercio y la producción alcanzaron sus niveles más altos.
Pero esta emancipación
parcial de las restricciones y el estancamiento del feudalismo fue solo
temporal, y fue proseguido por la reacción y el declive. Esto se debió en parte
a las debilidades internas en el movimiento de la nueva clase comerciante en sí
misma. La forma de pensar feudal estaba demasiado arraigada en las mentes de
los hombres, en términos de rangos asignados a la gente, de subordinación y de
poder, y de que el orden debía ser impuesto mediante coerción. Por tanto, en
los centros de comercio de reciente aparición, un nuevo conjunto de regulaciones
y restricciones –esta vez de origen “burgués”- se estableció, se formaron
gremios que limitaban la libre competencia y una oligarquía mercante emergió.
Más importante aún fue otro hecho, sin embargo, para este proceso reaccionario.
En su camino a liberarse a sí mismos de las intervenciones explotadoras de los
señores feudales, los mercaderes tuvieron que buscar aliados naturales. De
forma muy comprensible, encontraron aliados así entre aquellos de quienes en la
casta feudal, si bien eran comparativamente más poderosos que otros nobles,
tenían sus centros de poder a una distancia relativamente mayor de las
poblaciones comerciales que buscaban apoyo. Al alinearse a sí mismos con la
clase mercantil, buscaban extender su poder más allá de su alcance actual a
expensas de otros señores feudales más pequeños. Para lograr este objetivo
primero otorgaron ciertas exenciones de las obligaciones “normales” que había
para los sujetos del dominio feudal, a los centros urbanos emergentes, y así
asegurando su existencia como lugares de libertad parcial, y obtenían
protección de los poderes feudales circundantes.
Pero tan pronto como la
alianza hubo tenido éxito en su intento conjunto de debilitar a los amos
locales y el aliado “extranjero” de los pueblos mercantes se hubo establecido
como el verdadero poder fuera de su territorio tradicional, éste avanzaba y se
establecía a sí mismo como un superpoder feudal, es decir, en una monarquía,
con un rey que imponía sus reglas abusivas sobre aquellos en el sistema feudal ya
existente. El absolutismo había nacido; y éste no era nada sino feudalismo a
gran escala, con el declive económico otra vez puesto en marcha, los pueblos
desintegrados y el estancamiento y la miseria de vuelta. No fue sino hasta las
postrimerías del siglo diecisiete e inicios del dieciocho, en que el feudalismo
estuvo bajo duro asedio realmente. Para entonces el ataque fue más severo, pues
no era simplemente el intento de hombres pragmáticos –los mercaderes- de
asegurarse esferas de libertad relativa para poder conducir sus asuntos. Era
cada vez más una batalla ideológica luchada contra el feudalismo. La reflexión
intelectual sobre las causas del auge y caída del comercio y la industria que
se habían experimentado, y un estudio más intensivo de la ley romana y en
particular de la ley natural, que habían ambas sido redescubiertas en el
transcurso de la lucha de los mercaderes para desarrollar una ley mercante
internacional y justificarla contra los alegatos rivales de la ley feudal,
había llevado a una comprensión más sólida del concepto de libertad, y de la
libertad como un prerrequisito para la prosperidad económica. A medida que
estas ideas, culminando en trabajos como los “Dos tratados sobre el Gobierno”
de John Locke en 1688 y “La Riqueza de las Naciones” de Adam Smith en 1776,
permeaban y ocupaban las mentes de un círculo cada vez mayor de gente, el viejo
orden perdió su legitimidad. La vieja forma de pensar en términos de lazos
feudales gradualmente cedió el paso a la idea de una sociedad contractual. Finalmente,
como expresiones externas de este distinto Estado de las cosas en la opinión
pública, se produjeron La Gloriosa en 1688 en Inglaterra, la Revolución
Americana de 1776 y la Revolución Francesa de 1789; ya nada fue igual luego de
que estas revoluciones ocurrieron. Aquellas probaron, de una vez y para la
posteridad, que el viejo orden no era invencible, y encendieron una luz de
esperanza para avanzar aún más en el camino hacia la libertad y la prosperidad.
El Liberalismo, como se
llamó el movimiento ideológico que generó estos acontecimientos monumentales,
emergió de estas revoluciones más fuerte que nunca y se volvió por algo más de
medio siglo, la fuerza ideológica dominante en Europa Occidental. Fue el partido
de la libertad y de la propiedad privada adquirida a través de ocupación y
contrato, asignando al Estado meramente el rol de hacer cumplir estas normas
naturales. Con los residuos del sistema feudal aún funcionando por todas
partes, aunque sacudido en sus fundamentos ideológicos, fue el partido que
representaba una sociedad liberalizada, desregulada y contractualizada, interna
y externamente, es decir, tanto en asuntos domésticos como en asuntos y
relaciones exteriores. Y mientras que bajo la presión de las ideas liberales
las sociedades europeas se volvieron progresivamente libres de restricciones
feudales, también se volvió el partido de la Revolución Industrial, que fue
causada y estimulada por este mismo proceso de liberalización. El desarrollo económico
fue echado a andar a un ritmo jamás antes experimentado por la humanidad. La
industria y el comercio florecieron, y la formación y acumulación de capital
alcanzaron nuevas alturas. Si bien el estándar de vida no se elevó
inmediatamente para todos, se volvió posible sostener a una población
importante –es decir, gente que sólo unos años antes, bajo el feudalismo,
hubiese muerto por hambre debido a la falta de riqueza económica, y que ahora
podían sobrevivir. Adicionalmente, con el crecimiento poblacional tomando lugar
por debajo de la tasa de crecimiento del capital, ahora todos podían esperar de
forma realista una pronta mejora en sus estándares de vida.
Es frente a este trasfondo
de la Historia (algo abreviado, desde luego, tal como ha sido presentado) que
el fenómeno del conservadurismo como forma de socialismo y su relación con las
dos versiones de socialismo originadas en el marxismo puede ser visto y
apreciado. Todas las formas de socialismo son respuestas ideológicas al desafío
presentado por el avance del liberalismo; pero su posición enfrentada al
liberalismo y al feudalismo –el viejo orden que el liberalismo ha ayudado a
destruir- difiere considerablemente. El avance del liberalismo había estimulado
el cambio social a un ritmo, a un grado y en variaciones desconocidas hasta
entonces. La liberalización de la sociedad significaba que cada vez más sólo
podrían mantener cierta posición social antes adquirida, aquellos quienes lo
hicieran al producir más eficientemente para las necesidades más urgentes de
consumidores voluntarios, con costos tan bajos como fuese posible, y basándose
exclusivamente en relaciones contractuales con respecto a la obtención de
factores de producción, y en particular, del recurso humano. Los imperios
productivos construidos solamente por la fuerza temblaban bajo tal presión. Y
dado que la demanda de los consumidores a la cual la estructura productiva
debía adaptarse (y ya no viceversa) cambiaba constantemente, y el surgimiento
de nuevos emprendimientos se volvía progresivamente menos regulado (en la
medida en que era el resultado de apropiación original y/o contrato), nadie
contaba ya con una posición relativa segura en la jerarquía de ingreso y
riqueza. En lugar de eso, la movilidad social ascendente o descendente aumentó
significativamente, ya que ni los dueños de factores productivos ni los dueños
de servicios laborales eran ya inmunes a los cambios respectivos en la demanda.
Ya no existían precios ni ingresos estables garantizados para ellos. El viejo
marxismo y el nuevo socialismo socialdemócrata fueron la respuesta
igualitarista a este desafío del cambio, la incertidumbre y la movilidad
social. Como el liberalismo, apreciaban la destrucción del feudalismo y el
avance del capitalismo. Se dieron cuenta de que fue el capitalismo el que
liberó a la gente de los abusivos lazos feudales y producía enormes mejoras en
la economía; y entendieron que el capitalismo, y el desarrollo de las fuerzas
productivas traído por él, era un paso evolutivo necesario y positivo en la vía
hacia el socialismo. El socialismo, como lo conciben esas dos corrientes,
comparte las mismas metas que el liberalismo: libertad y prosperidad.
Pero supuestamente el
socialismo da un paso adelante sobre los logros del liberalismo al suplantar al
capitalismo –la anarquía de la producción de competidores privados que causa el
cambio, la movilidad, incertidumbre y desazón en el tejido social ya
mencionados- en su más alto grado de desarrollo por una economía racionalmente
planeada y coordinada que previene las inseguridades derivadas de que el cambio
se sienta a nivel individual. Desafortunadamente, desde luego, como los dos
capítulos anteriores han demostrado suficientemente, es una idea bastante
confundida. Es precisamente al hacer que los individuos se vuelvan insensibles
al cambio por medio de medidas redistributivas que el incentivo de adaptarse
rápidamente a cualquier cambio futuro desaparece, y por tanto el valor, en
términos de la valoración que los consumidores dan a la producción generada,
caerá. Y es precisamente debido a que un plan general suplanta a lo que parecen
ser múltiples planes descoordinados entre sí, que la libertad individual es
reducida y, mutatis mutandis, el dominio de un hombre sobre otro se ve
incrementado.
El Conservadurismo, por otro
lado, es la respuesta anti-igualitaria, reaccionaria, a los cambios dinámicos
puestos en marcha por una sociedad liberalizada: es anti-liberal y, en vez de
reconocer los logros del liberalismo, tiende a idealizar y glorificar el viejo
sistema feudal como algo ordenado y estable. Siendo un fenómeno
post-revolucionario como es, no aboga necesariamente ni de manera frontal por
un retorno al status quo pre-revolucionario y acepta ciertos cambios, aunque
sea entre lamentos, como irreversibles. Pero le molesta poco cuando presencia
que viejos poderes feudales que habían perdido todo o una parte de sus tierras
a manos de propietarios naturales en el transcurso de la liberalización
recuperen su antigua posición, y definitivamente y abiertamente propaga la
conservación del status quo, es decir, la distribución altamente desigual de la
propiedad, la riqueza y el ingreso. Su idea es detener o frenar los cambios
permanentes y los procesos de movilidad social traídos por el liberalismo y el
capitalismo de forma tan completa como sea posible, y en su lugar, recrear un
sistema social ordenado y estable en el que cada cual permanezca con seguridad
la posición que el pasado le había otorgado.
Para lograrlo, el
conservadurismo debe, y de hecho lo hace, promulgar la legitimidad de medios no
contractuales en la adquisición y retención de propiedad e ingreso derivado de
ella, ya que precisamente fue el uso exclusive de relaciones contractuales lo
que causó la permanencia del cambio en la distribución relativa del ingreso y
la riqueza. Así como el feudalismo admitía la adquisición y defensa de la
propiedad y la riqueza por la fuerza, asimismo el conservadurismo es
indiferente al que la gente haya adquirido o no su posición de ingresos y
riqueza mediante apropiación original y contrato. En efecto, el conservadurismo
considera apropiado y legítimo que una clase de propietarios ya establecida,
tenga el derecho de detener cualquier cambio social que considere una amenaza a
su posición relativa en la jerarquía del ingreso y la riqueza, aún si los
distintos propietarios-usuarios de los factores de producción no aceptan tal
arreglo. El Conservadurismo, entonces, debe ser considerado como el heredero
ideológico del feudalismo. Y como el feudalismo debe ser descrito como
socialismo aristocrático (lo cual debe quedar suficientemente claro en su
caracterización en las líneas anteriores), el conservadurismo debe ser
considerado como el socialismo del establishment burgués. El
Liberalismo, al cual tanto las versiones igualitarias y conservadoras del socialismo,
son respuestas ideológicas, alcanzó el máximo de su influencia alrededor de
mediados del siglo XIX. Probablemente sus últimos logros de entonces gloriosos
fueron la abolición de las Leyes del Maíz en Inglaterra (1846), lograda por
Richard Coben, John Bright y la liga anti-ley del maíz, y las revoluciones
continentales de 1848. Entonces, debido a debilidades internas e
inconsistencias en la ideología del liberalismo, las diversiones y división que
las aventuras imperialistas de variados Estados-nación habían generado, y
finalmente pero no menos importante, debido al atractivo que las distintas
versiones de socialismo con sus variadas promesas de seguridad y estabilidad
tenían y tienen aún frente un fuerte disgusto que el cambio y movilidad social
dinámicos puede generar en el público, el liberalismo empezó a declinar. El
socialismo le suplantó cada vez más como fuerza ideológica dominante,
revirtiendo de esa forma el proceso de liberalización y nuevamente imponiendo
más y más elementos no-contractuales (involuntarios) en la sociedad.
En diferentes momentos y
lugares, diversos tipos de socialismo han encontrado asidero en la opinión
pública en distintos grados, así es que hoy en día se puede hallar huellas de
todos ellos por todas partes y de la suma de sus respectivos efectos
empobrecedores en el proceso de producción, el mantenimiento de riqueza y la
formación del carácter social. Pero es la influencia del socialismo
conservador, en particular, el que debe ser señalado, especialmente debido a
que es frecuentemente soslayado o subestimado. Si hoy en día las sociedades de
Europa Occidental pueden ser descritas como socialistas, esto se debe en mucha
mayor medida al socialismo de cuño conservador que al de ideas igualitarias. Es
la forma peculiar en que el conservadurismo ejerce su influencia, sin embargo,
lo que explica por qué esto frecuentemente no se percibe. El conservadurismo no
sólo configura la estructura social por medio de políticas públicas;
especialmente en sociedades como las europeas donde el pasado feudal nunca fue
totalmente derrumbado y un gran número de remanentes feudales sobrevivieron
incluso al auge del liberalismo.
Una ideología como el
conservadurismo también ejerce su influencia, muy discretamente, simplemente al
mantener el status quo y permitir que las cosas continúen siendo hechas de
acuerdo a las viejas tradiciones. ¿Cuáles son entonces los elementos
específicamente conservadores de las sociedades actuales y cómo es que producen
empobrecimiento relativo? Con esta pregunta, retornamos al análisis sistemático
del conservadurismo y sus efectos económicos y socioeconómicos. Una
caracterización abstracta de las normas sobre la propiedad que subyacen al
conservadurismo y una descripción de estas normas desde la perspectiva de la
teoría natural de la propiedad serán nuevamente el punto de arranque.
Existen dos de esas normas.
Primero, el socialismo conservador, al igual que el socialismo socialdemócrata,
no prohíbe la propiedad privada. Por el contrario: todo –todos los factores de
producción y toda la riqueza que no se utiliza para la producción- puede en
principio ser poseído privadamente, vendido, comprado, arrendado, con la
excepción de nuevo solamente de tales áreas como la educación, el tráfico y las
comunicaciones, la banca central y la producción de seguridad. Pero en segundo
lugar, ningún propietario es dueño del total de su propiedad ni del total del
ingreso que pueda derivarse de su uso. Más bien, parte de ello pertenece a la
sociedad y la sociedad tiene el derecho de asignar el ingreso y la riqueza
actuales y futuros a sus miembros individuales de tal manera que se preserve la
distribución relativa antigua del ingreso y la riqueza. Y también es el derecho
de la sociedad el determinar que tan grande o pequeña debe ser la porción de ingreso
y riqueza que será administrada y qué se necesita exactamente para preservar
una distribución de ingreso y riqueza específica.
Desde la perspectiva de la
teoría natural de la propiedad, el sistema de propiedad del conservadurismo
nuevamente implica una agresión contra los derechos de los propietarios
naturales. Los propietarios naturales de las cosas pueden hacer lo que deseen
con ellas, en tanto no cambien sin autorización la integridad de la propiedad
de otros. Esto implica, en particular, su derecho a modificar su propiedad o
destinarla a distintos usos para adelantarse a cambios anticipados en la
demanda y así preservar o posiblemente mejorar su valor; y también les da el
derecho a beneficiarse privadamente de los incrementos de valor en su propiedad
que se generen de cambios no anticipados en la demanda, es decir de cambios que
fueron simple buena fortuna, pero que no previeron ni efectuaron. Pero al mismo
tiempo, ya que de acuerdo a los principios de la teoría natural de la propiedad
cada propietario está protegido sólo de la invasión y la adquisición no
contractual y transferencia de títulos de propiedad, también implica que todos
corren el riesgo permanente y constante de que a través de cambios en la
demanda o acciones de otros propietarios sobre su propiedad, el valor de sus
propiedades caigan bajo su nivel dado. De acuerdo a esta teoría, sin embargo,
nadie es dueño del valor que otros atribuyan a su propiedad y nadie por tanto,
en ningún momento dado, tiene el derecho legal de preservar y restaurar el
valor de su propiedad. En claro contraste, el conservadurismo apunta
precisamente a tal preservación o restauración de valoraciones y su
distribución relativa. Pero esto sólo es posible, desde luego, si una
redistribución en la asignación de títulos de propiedad tiene lugar. Ya que el
valor de la propiedad de nadie depende exclusivamente de las acciones
individuales sobre su propiedad, si no también y de forma inevitable, de las
acciones de otras personas realizadas con medios limitados bajo su propio
control (y más allá de cualquier control de otros), para preservar los valores
de las propiedades alguien –una persona o un grupo de ellas- debería poder
poseer legítimamente todos los medios escasos (mucho más allá de los que en
realidad son controlados o usados por esta persona o grupo de ellas). Es más,
este grupo debe literalmente poseer todos los cuerpos de las personas, ya que
el uso que una persona hace de su cuerpo también puede influir (aumentar o
disminuir) los valores existentes de la propiedad. Así, para poder lograrse la
meta conservadora, una redistribución de títulos de propiedad debe darse desde
los usuarios-propietarios de recursos escasos hacia gente que, cualesquiera
fuesen sus méritos pasados como productores, no hagan uso actual o hayan
contratado aquellas cosas cuya utilización llevara a al cambio en la
distribución dada de valoraciones. Comprendido esto, la primera conclusión con
respecto al efecto económico general del conservadurismo emerge con claridad:
con los propietarios naturales de las cosas siendo total o parcialmente
expropiados en beneficio de los no-usuarios, no-productores y no-contratistas,
el conservadurismo elimina o reduce el incentivo de los primeros para hacer
algo con respecto al valor de la propiedad existente y adaptarse a los cambios
en la demanda. Los incentivos para estar alertas y anticipar cambios en la
demanda, para adaptar rápidamente la propiedad existente y usarla de forma
consistente con tales nuevas circunstancias, para aumentar sus esfuerzos
productivos, y para ahorrar e invertir se ven reducidos, en vista de que los
posibles beneficios de tal comportamiento ya no pueden ser cosechados
privadamente si no que serán socializados. Mutatis mutandis, el incentivo de no
hacer nada para evitar la pérdida de valor de la propiedad de uno por debajo
del nivel actual se verá incrementado, ya que las posibles pérdidas resultantes
de tal comportamiento ya no tendrán que ser cosechadas privadamente si no que
serán también socializadas. De este modo, ya que todas esas actividades –evitar
riesgos, ser perceptivos, adaptarse, ser tesoneros y ahorrar- son costosas y
requieren el uso de tiempo y posiblemente otros recursos escasos que podían ser
usados alternativamente de otros tipos -para el ocio y el consumo, por ejemplo-
habrá menos actividades del primer tipo y más del segundo, y como consecuencia
el estándar general de vida caerá. Por tanto, uno tendrá que concluir que la
meta conservadora de preservar las valoraciones existentes y la distribución de
cosas valiosas entre los diferentes individuos sólo puede ser lograda a costa
de una caída general en el valor de los bienes recién producidos y de los
bienes antiguos mantenidos, es decir, una menor riqueza social. Se ha vuelto
evidente ya que desde el punto de vista del análisis económico, existe una
similitud asombrosa entre el socialismo conservador y el socialismo
socialdemócrata. Ambas formas de socialismo implican una redistribución de
títulos de propiedad quitándoselos a los productores/contratistas para dárselos
a los no-productores/no-contratistas, y de ese modo ambas separan el proceso de
producción y contrato del proceso de adquisición real de ingreso y riqueza. Al
hacer esto, ambos socialismos vuelven la adquisición de ingreso y riqueza un
asunto político –un asunto, entonces, en el transcurso del cual una persona o
grupo impone su voluntad sobre el uso de los medios escasos sobre la voluntad
de otros, renuentes a ello; ambas versiones de socialismo, aunque en principio
declaren la propiedad común de todo el ingreso y la riqueza producidos para
beneficiar a su nicho de no-productores favorecido, permiten que sus programas
sean implementados de forma gradual y llevados a cabo en distintos grados; y
ambos, como consecuencia de todo esto, tienen que –en la medida en que sus
políticas respectivas sean en efecto puestas en práctica- llevar a un
empobrecimiento relativo.
La diferencia entre el
conservadurismo y lo que ha sido llamado socialdemocracia radica exclusivamente
en el hecho de que apelan a distinta gente o distintos sentimientos en la misma
mente en tanto y en cuanto prefiera una forma distinta en que el ingreso y la
riqueza quitada forzosamente a los productores son luego redistribuidos a los
no-productores. El socialismo redistributivo asigna ingresos y riqueza a los
no-productores, independientemente de sus logros pasados como propietarios de
riqueza o generadores de ingreso, o incluso trata de erradicar tales
diferencias. El conservadurismo, por otro lado, asigna el ingreso a los
no-productores de acuerdo con un pasado desigual de ingreso y riqueza y apunta
a estabilizar la distribución del ingreso existente y las diferencias
existentes.
La diferencia entonces es
meramente una de sicología social: al favorecer distintos patrones de
distribución, otorgan privilegios a diferentes grupos de no-productores. El
socialismo redistributivo particularmente favorece a los menos ricos entre los
no-productores, y expolia principalmente a los más ricos de entre los
productores; y por tanto, tiende a encontrar a sus seguidores entre los
primeros y a sus enemigos entre los últimos. El conservadurismo otorga
privilegios especiales a los más ricos dentro del grupo de no-productores y
particularmente daña los intereses de los menos ricos de entre la gente
productiva; de tal modo que tiende a encontrar seguidores principalmente entre
los primeros y causa desesperanza, desazón y resentimiento entre estos
últimos. Pero aunque es cierto que
ambos sistemas de socialismo son muy parecidos desde un punto de vista
económico, la diferencia entre ellos con respecto a su fundamento
socio-sicológico no deja de tener un impacto en su economía. Que quede claro
que este impacto no afecta el empobrecimiento general resultante de la
expropiación de productores (como se explicó arriba), que ambos tienen en
común. En lugar de eso, influye sobre las decisiones que el socialismo
socialdemócrata por un lado y el conservadurismo por el otro toma acerca de los
instrumentos o técnicas específicos a su disposición para alcanzar sus
objetivos distributivos. La técnica preferida por los socialdemócratas son los
impuestos, como se describió y analizó en el capítulo anterior. El
conservadurismo puede utilizar este instrumento también, desde luego; y en
efecto tiene que hacer uso de él en algún grado, aunque fuera sólo para
financiar la imposición de sus políticas. Pero la tributación no es su técnica
preferida, y la explicación de esto se encuentra en la socio-sicología del
conservadurismo. Dedicado a la preservación de un status quo de posiciones de
ingreso, riqueza y status social, los impuestos son un instrumento demasiado
“progresista” para alcanzar objetivos conservadores. El recurrir a los
impuestos significa que uno permitió que ocurran cambios en la distribución de
la riqueza y el ingreso y sólo luego, cuando ya tuvieron lugar, uno rectifica
las cosas y restaura el viejo orden de las cosas. Sin embargo, el proceder de
esta forma no solo genera resentimientos, particularmente entre aquellos cuyos
esfuerzos les llevaron a mejorar su posición relativa primero y luego son
nivelados nuevamente. Pero también, al permitir que el progreso ocurra y luego
tratar de deshacerlo, el conservadurismo debilita su propia justificación, es
decir, su razonamiento de que cierta distribución del ingreso y la riqueza es
legítima porque es la que siempre ha existido. Por tanto, el conservadurismo
prefiere que los cambios no ocurran para empezar, y prefiere usar políticas que
prometan precisamente esto, o en su defecto, que prometan volver tales cambios
menos evidentes. Existen tres tipos de políticas de ese tipo: los controles de
precios, las regulaciones y los controles de comportamiento social, todas las
cuales –quede claro- son medidas socialistas tanto como lo son los impuestos,
pero todas ellas curiosamente relegadas en los esfuerzos por medir el grado
total de socialismo en distintas sociedades, de la misma forma en que la
importancia de los impuestos en este sentido ha sido sobreestimada. Discutiré
ahora esos esquemas específicos de políticas conservadoras.
Cualquier cambio en los
precios (relativos) evidentemente causa cambios en la posición relativa de la
gente proveyendo los bienes o servicios respectivos. Por tanto, para fijar su
posición parecería que todo lo que se necesita hacer es fijar precios –esta es
la justificación conservadora para introducir controles de precios. Para
verificar la validez de esta conclusión, los efectos económicos de la fijación
de precios necesitan ser examinados. Para empezar, se asume que un control de
precios selectivo sobre un producto o grupo de productos ha sido puesto en
vigor y que el precio fijado ha sido decretado como el precio por encima o por
debajo del cual el producto podría no venderse. Ahora bien, en la medida en que
el precio fijado es idéntico al del mercado, el control de precios simplemente
será inefectivo. Los efectos peculiares de la fijación de precios sólo pueden
darse toda vez que no sean idénticos. Y dado que la fijación de precios no
elimina las causas que generaron los cambios de precios, pero simplemente
decreta que ninguna atención debe prestárseles, ello ocurre tan pronto como
aparece cualquier cambio en la demanda, por la razón que sea, para el producto
en cuestión. Si la demanda aumenta (y los precios, sin intervención,
aumentarían también) entonces el precio fijado se convierte en la práctica en
un precio máximo efectivo, es decir, un precio por encima del cual se vuelve
ilegal vender. Si la demanda decrece (y los precios, sin intervención, caerían
también) entonces el precio fijo se vuelve un precio mínimo efectivo, es decir,
un precio por debajo del cual se vuelve ilegal vender. La consecuencia de
imponer un precio máximo es una demanda excesiva para los bienes provistos. No
todo el mundo que desea comprar al precio fijado es capaz de hacerlo. Y esta
carestía durará por tanto tiempo como a los precios no se les permita aumentar
respondiendo a la mayor demanda, y por tanto, no existe posibilidad para los
productores (que podría asumirse que estaban produciendo hasta el punto en que
el costo marginal, es decir, el costo de producir la última unidad del producto
en cuestión, sea igual a la ganancia marginal) para dirigir recursos
adicionales hacia la línea de producción específica, es decir, aumentando la
oferta sin incurrir en pérdidas. Colas, racionamientos, favoritismo, pagos por
debajo de la mesa y mercados negros, se volverán aspectos permanentes de la
vida. Y las carestías y otros efectos secundarios que acarreen se incrementarán
más, ya que ese exceso de demanda para los bienes con precios fijos se regará
hacia otros bienes no-controlados (en particular, desde luego, a los
sustitutos), aumentarán sus precios y crearán un incentivo adicional para mover
recursos desde las líneas de producción controladas hacia las líneas de
producción no controladas.
Imponer un precio mínimo, es
decir, un precio por encima del precio potencial de mercado y por debajo del
cual las ventas se vuelven ilegales, mutatis mutandis produce un exceso de
oferta por sobre la demanda. Existirá un exceso de bienes producidos que
simplemente no encontrarán compradores. Y nuevamente: este exceso continuará
por tanto tiempo como los precios no sean permitidos de bajar habiendo bajado
la demanda del bien en cuestión. Lagos de leche y vino, montañas de mantequilla
y granos, para citar algunos ejemplos, se desarrollarán y crecerán; y a medida
que los contenedores se llenan será necesario destruir repetidamente la
producción excesiva (o, como alternativa, habrá de pagarse a los productores
para ya no producir tal exceso). La producción superavitaria se volverá aun más
agravada porque el precio artificialmente alto atrae una inversión de recursos
mayor en esa área en particular, que entonces se volverán faltantes en otras
líneas de producción donde hay en realidad una mayor necesidad de ellos (en
términos de demanda de los consumidores), y donde como consecuencia, los
precios de los productos se elevarán.
Los precios máximos o
mínimos generan empobrecimiento. En cualquier caso llevarán a una situación en
que existen demasiados recursos (en términos de demanda de los consumidores) en
áreas productivas de menor importancia y no los suficientes en áreas de mayor
importancia. Los factores de producción ya no pueden ser asignados de forma en
que las necesidades más apremiantes sean satisfechas primero, las siguientes en
urgencia en segundo lugar, etc., o dicho con más precisión, de forma que la
producción de cualquier bien determinado no se extienda por encima (o por
debajo) del nivel en el cual la utilidad de la producción marginal caiga debajo
(o se mantenga encima) de la utilidad marginal de cualquier otro producto. Más
bien, la imposición de controles de precio significa que necesidades menos
urgentes son satisfechas a costa de una satisfacción reducida de necesidades
más urgentes. Y esto no significa si no el que el estándar de vida se verá
reducido. Que la gente desperdiciará su tiempo buscando bienes porque existe
una oferta escasa, o que se desecharán bienes porque se mantienen
artificialmente en superávit, son sólo dos de los síntomas más conspicuos de
esta riqueza social disminuida. Pero eso no es todo. El análisis anterior
también revela que el conservadurismo no podría ni siquiera alcanzar su
objetivo de estabilidad distributiva por medio de un control de precios
parcial. Con precios sólo parcialmente controlados, las perturbaciones en las
posiciones de ingreso y riqueza tendrían que darse de todos modos, ya que los
productores en las áreas no controladas, o en líneas de producción con precios
mínimos son favorecidos a expensas de aquellos en líneas controladas o en
líneas de producción con precios máximos. Por lo tanto seguirá existiendo un
incentivo para que los productores individuales cambien de una línea de
producción a otra, más rentable con la consecuencia de que las diferencias en
la capacidad de alerta empresarial y la habilidad para prever y adaptarse a
esos cambios tan rentables aumentarán y resultarán en perturbaciones del orden
establecido. El conservadurismo entonces, si en realidad es intransigente en su
compromiso con la preservación del status quo, se ve obligado a expandir
constantemente el círculo de bienes sujetos a controles de precios y no podrá
detenerse si no hasta un control o congelamiento de precios total.
Sólo si los precios de todos
los bienes y servicios, tanto de capital como de consumo, se congelan a cierto
nivel, y el proceso de producción es así separado completamente de la demanda
–en vez de desconectar la producción y la demanda sólo en ciertos puntos o
sectores como ocurre bajo controles de precios parciales- parecería posible preservar
un orden distributivo en su totalidad. Nada sorprendente, sin embargo, es que
deba pagarse un precio mucho más alto por ese conservadurismo total que el que
se pagará sólo con controles de precio parciales. Con controles de precio
totales, la propiedad privada de los medios de producción es de hecho abolida.
Aún puede haber propietarios privados nominalmente, pero el derecho a
determinar el uso de su propiedad y de entablar en cualquier intercambio
contractual que consideren beneficioso se pierde por completo. Las
consecuencias de esta expropiación silenciosa a los productores son una
reducción del ahorro y la inversión y, mutatis mutandis, un incremento en el
consumo. Debido a que uno ya no puede obtener los frutos del propio trabajo que
el mercado esté dispuesto a darnos, se pierde un motivo para trabajar. Y
adicionalmente, ya que los precios están fijados –independientemente del valor
que los consumidores otorguen a los productos en cuestión- habrá también una
razón menos para preocuparse de la calidad del tipo de trabajo o producción en
que uno aún se esté desempeñando, y por tanto la calidad de todos y cada uno de
los productos caerá.
Pero aún más importante que
esto es el empobrecimiento que resulta del caos en la asignación de recursos
creado por los controles globales de precio. Mientras todos los precios de los
productos, incluyendo los de los costos de producción y en particular de los
salarios, estén congelados, la demanda de distintos productos aún cambia
constantemente. Sin controles de precios, los precios seguirían la dirección de
estos cambios y de ese modo crean un incentivo para retirarse de áreas
productivas menos valoradas hacia áreas de producción más valoradas. Bajo
controles de precios globales, este mecanismo es destruido completamente. Si la
demanda de un producto aumenta, se generará desabastecimiento debido a que los
precios no pueden elevarse, y consecuentemente, porque la rentabilidad de
producir ese bien en particular no se ha alterado, no se atraerá hacía él
factores productivos adicionales. Como consecuencia, una demanda excesiva,
dejada sin atender, se regará hacia otros productos, elevando la demanda de
ellos por encima del nivel que hubiera existido de otro modo. Pero aquí
nuevamente, a los precios no se les permite elevarse respondiendo a una demanda
mayor, y nuevamente se generará un déficit. Y así el proceso de trasladar la
demanda de los productos requeridos con mayor urgencia a los productos de
importancia secundaria, y de ahí a productos de aún menor relevancia, ya que
nuevamente el deseo de todos de obtenerlo al precio controlado puede ser
satisfecho, debe continuar y continuar. Finalmente, ya que no hay alternativas
disponibles y el papel moneda que la gente aún tiene para gastar tiene un valor
intrínseco menor que incluso el producto menos valorado disponible para la
venta, la demanda excesiva se regará hacia productos cuya demanda había
declinado originalmente. Por lo tanto, incluso en las áreas productivas donde
un exceso había aparecido como consecuencia de una demanda disminuida pero
donde a los precios no se les había permitido bajar correspondientemente, las
ventas se repondrán como consecuencia de una demanda insatisfecha en todo el
resto de la economía; a pesar de precios artificialmente fijados altos la producción
excesiva se volverá vendible; y, con la rentabilidad así restablecida, una fuga
de capital se prevendrá aún entonces. La imposición de controles de precio
globales significa que el sistema de producción se ha vuelto completamente
independiente de las preferencias de los consumidores para cuya satisfacción la
producción es emprendida en realidad. Los productores pueden producir cualquier
cosa y los consumidores no tendrán otra alternativa que comprarla, cualquiera
que sea. Consecuentemente, cualquier cambio en la estructura productiva que se
haga o se ordene hacer sin la ayuda de precios de libre movilidad no es sino
dar palos de ciego, remplazando un conjunto arbitrario de bienes en oferta, por
otro. A nivel de la experiencia del público consumidor esto significa, como ha
sido descrito por G. Reisman “…inundar a la gente con camisas, mientras se les
obliga a ir descalzos, o inundarles con zapatos obligándoles a ir descamisados;
darles enormes cantidades de papel, pero no plumas o tinta, o viceversa;…en
efecto, darles cualquier combinación absurda de bienes”. Pero claro,
“…meramente dar a los consumidores unas combinaciones de bienes es en sí mismo
equivalente a un declive gigantesco en la producción, ya que representa
precisamente eso para la calidad de vida humana”. El estándar de vida no
depende simplemente de un total físico de producción; depende muchísimo más de
una distribución o proporcionalidad de los diversos factores de producción
específicos para producir una composición bien balanceada de bienes de consumo
variados. Los controles de precio globales, como ´ultima ratio´ del
conservadurismo, impide que se produzca dicha composición bien balanceada. El
orden y la estabilidad sólo se generan en apariencia; en realidad son medios
que crean caos de asignación y arbitrariedades, y de ese modo reducen el
estándar general de vida.
Adicionalmente y esto lleva
a la discusión del segundo instrumento específico de política conservadora, es
decir las regulaciones, aún si los precios son controlados masivamente esto
sólo puede salvaguardar un orden existente de distribución de ingresos y
riquezas si se asume de forma irrealista que los productos tanto como los
productores son “estacionarios”.
Los cambios en el orden
existente no pueden ser ignorados, sin embargo, si existen productos nuevos y
diferentes, nuevas tecnologías productivas o emergen productores adicionales.
Todo esto llevaría a una disrupción del orden existente, a medida que los
viejos productos, tecnologías y productores, sujetos como están a los controles
de precios, tendrían entonces que competir con productos y servicios nuevos
además de diferentes (los cuales, ya que son nuevos, no están aún bajo
controles de precios) y entonces probablemente pierdan parte de sus renta
frente a los nuevos participantes en el transcurso del proceso competitivo.
Para compensar tales disrupciones el conservadurismo podría nuevamente utilizar
como mecanismo los impuestos y de hecho hasta cierto punto lo hace. Pero
permitir que las innovaciones ocurran primero sin impedimento y luego gravar
las ganancias de los innovadores y restaurar el viejo orden, es, como se
explicó, un instrumento de política demasiado progresista para el
conservadurismo. El conservadurismo prefiere las regulaciones como medio para
prevenir o atenuar el efecto de las innovaciones, y los cambios sociales que
ellas producen.
La forma más drástica de
regular el sistema productivo sería simplemente prohibir cualquier innovación.
Una política de ese tipo, debe señalarse, tiene adherentes entre aquellos que
critican el “consumismo” de otros, es decir, el hecho de que hoy en día existen
ya “demasiados” bienes y servicios en el Mercado, y que desean congelar o
reducir la diversidad presente; y también, por razones ligeramente distintas,
encuentra adherentes entre aquellos que quieren congelar la tecnología
productiva actual por miedo a que las innovaciones, como las máquinas que
ahorran trabajo humano, pudieran “destruir” empleos existentes. Sin embargo,
una prohibición frontal de todo cambio innovador casi nunca se ha dado – por
ejemplo y como reciente excepción, el régimen de Pol Pot – debido a la falta de
apoyo en la opinión pública que jamás pudo ser persuadida de que dicha política
no sería extremadamente costosa en términos de bienestar perdido.
Bastante popular, sin
embargo, ha sido un mecanismo algo moderado: si bien ningún cambio se prohíbe
en principio, toda innovación debe ser aprobada oficialmente (aprobada, en
otras palabras, por gente distinta que el propio innovador) antes de poder ser implementada.
De este modo, el conservadurismo argumenta, se garantiza que las innovaciones
sean socialmente aceptables, que el progreso sea gradual, que puedan ser
introducidas simultáneamente por todos los productores y que todos puedan
obtener sus ventajas. La gremialización (cartelización) gubernamentalmente
obligada es el medio más popular para alcanzar este efecto. Al requerir que
todos los productores o que todos los productores de una industria, se vuelvan
miembros de una organización supervisora –el cartel- se vuelve posible evitar
el -demasiado visible- exceso de producción generado por los controles de
precios mínimos, a través de la imposición de cuotas de producción. Más aún,
las disrupciones causadas por cualquier acción innovadora pueden ser centralmente
monitoreadas y moderadas. Pero mientras que este método ha ido ganando terreno
constantemente en Europa y en un grado algo menor en los Estados Unidos, y si
bien ciertos sectores de la economía están de hecho ya sujetos a controles
similares, el instrumento social-conservador más popular y más frecuentemente
utilizado es aquel de establecer estándares predefinidos para categorías
predefinidas de productos o productores a los cuales todas las innovaciones
deben someterse. Estas regulaciones establecen el tipo de características que
una persona debe poseer (otras aparte de las “normales” de ser el propietario
legítimo de los bienes y no dañar la integridad física de la propiedad de otros
a través de las propias acciones) para poder establecerse como productor de
algún tipo; o estipularán la clase de pruebas (con respecto por ejemplo a
materiales, apariencia o medidas) que un producto de un tipo determinado debe
pasar antes de ser aprobado en el Mercado; o prescribirán revisiones
definitivas que un avance tecnológico debe superar antes de ser aprobado como
un método de producción nuevo. Con tales medidas regulatorias, las innovaciones
no pueden ser ni completamente evitadas ni se puede evitar que algunos cambios
puedan ser sorprendentes. Pero en la medida en que los estándares predefinidos
a los cuales los cambios deben someterse necesariamente serán “conservadores”,
es decir, formulados en términos de productos, productores y tecnologías
existentes, sirven al propósito del conservadurismo en el sentido de que
volverán más lento el ritmo de las innovaciones y sus cambios y sorpresas
resultantes.
En cualquier caso, toda esta
clase de regulaciones, principalmente los primeros y menos directamente los
últimos en mencionarse, llevarán a una reducción del estándar general de la
calidad de vida. Una innovación, es claro, sólo puede ser exitosa y permitir al
innovador romper el orden existente de distribución de ingresos y riqueza, si
es más altamente valorada que productos antiguos alternativos. La imposición de
regulaciones, sin embargo, implica una redistribución de títulos de propiedad
desde los innovadores y hacia los productores, productos y tecnologías
establecidos. Por tanto, al socializar total o parcialmente las posibles
ganancias de ingresos y riqueza provenientes de cambios innovadores en el
proceso de producción y mutatis mutandis al total o parcialmente socializar las
posibles pérdidas provenientes de no innovar, el proceso de innovación se
volverá más lento, habrá menos innovadores e innovaciones, y en su lugar
emergerá una marcada tendencia a mantener las cosas tal y como están.
Eso implica nada más y nada
menos que el proceso de aumento de satisfacción del consumidor al producir
bienes y servicios más altamente valorados en formas más eficientes y menos
costosas, se detiene, o al menos es entorpecido. Por tanto, incluso si es de
una forma distinta que los controles de precios, las regulaciones también harán
que la estructura de producción se descoordine con la demanda. Y mientras que
eso puede ayudar a salvaguardar una estructura de distribución de la riqueza
existente, nuevamente debe ser pagado por un declive en la riqueza general que
se incorpora a esa misma estructura de producción.
Finalmente, el tercer
instrumento específicamente conservador de política es el control de
comportamientos. Los controles de precio y las regulaciones congelan el lado de
la oferta de un sistema económico y de esa forma lo divorcian de la demanda.
Pero esto no impide que aparezcan cambios en la demanda; sólo hace que la
oferta no pueda responder a ellos. Y así, puede ocurrir que no sólo emerjan
discrepancias sino que se vuelvan dramáticamente evidentes como tales. Los
controles de comportamiento son políticas designadas para controlar el lado de
la demanda. Apuntan a evitar o retardar los cambios en la demanda para volver
la falta de capacidad de respuesta del lado de la oferta menos visible,
completando de ese modo la tarea del conservadurismo: la preservación del orden
existente frente a cambios de cualquier tipo.
Los controles de precio y
las regulaciones por un lado, y los controles del comportamiento por el otro,
son entonces los dos aspectos complementarios de una política conservadora.
Puede argumentarse con gran acierto que es ese lado de los controles de comportamiento
la característica más distintiva de una política conservadora. Si bien las
distintas formas de socialismo favorecen distintas categorías de personas no
productivas y no innovadoras a expensas de diversas categorías de productores e
innovadores potenciales, tanto como cualquier otra variante de socialismo, el
conservadurismo tiende a fomentar la existencia de gente menos productiva y
menos innovadora, forzándoles a aumentar el consumo o a canalizar sus energías
productivas e innovadoras hacia los mercados negros. Pero de todas las formas
de socialismo, solamente el conservadurismo interfiere directamente con el
consumo y los intercambios no-comerciales. (El resto de formas de socialismo,
desde luego, tienen su efecto en el consumo también, en la medida en que llevan
a una reducción en el estándar de vida; pero a diferencia del conservadurismo,
dejan al consumidor a su suerte con lo que sea que quede disponible para su
consumo). El conservadurismo no sólo daña el desarrollo de nuestros talentos
productivos; bajo el concepto de “paternalismo” también busca congelar el
comportamiento de la gente en su rol de consumidores individuales o como partes
de una relación de intercambio no-comercial, y de ese modo también entorpece o
suprime el propio talento para desarrollar un estilo de vida que satisfaga
mejor las necesidades recreativas propias.
Cualquier cambio en el
patrón de comportamiento del consumidor tiene sus efectos económicos. (Si dejo
más larga mi cabellera esto afecta a las peluquerías y la industria de las
tijeras; si alguna gente se divorcia esto afecta a los abogados y el mercado de
vivienda; si empiezo a fumar cannabis esto tiene consecuencias no sólo para el
uso de tierra agrícola sino también para la industria de helados, etc.; y sobre
todo, tal comportamiento desequilibra el sistema de valores de quienquiera se
sienta afectado por él). Cualquier cambio puede parecer entonces ser un
elemento irruptor vis a vis la estructura conservadora de producción. Por ende,
el conservadurismo, en principio, tendría que considerar todas las acciones, el
total de los estilos de vida, de la gente en sus roles como consumidores
individuales o interrelacionados no-comercialmente como objeto de los controles
de comportamiento. El conservadurismo integral equivaldría al establecimiento
de un sistema social en que todo excepto la forma tradicional de comportarse
(que es explícitamente permitida) esté prohibido. En la práctica, el
conservadurismo jamás iría tan lejos, ya que existen costos asociados a los
controles y porque tendría que lidiar con una creciente resistencia en la
opinión pública. El conservadurismo “normal”, entonces, se caracteriza por
leyes específicas y prohibiciones menores en alcance pero en grandes cantidades
que vuelven ilegal y castigan muchas formas de comportamiento no-agresivo de
consumidores individuales o de gente participando de tratos no-comerciales
pacíficos– es decir, acciones que en efecto realizadas ni cambiarían la
integridad física de la propiedad de nadie ni violarían el derecho de nadie de
negarse a relacionarse de forma no-beneficiosa- simplemente porque resultan
molestosos para el orden “paternal” de valores sociales.
Nuevamente, el efecto de una
política para el control de comportamientos, es en todo caso, el
empobrecimiento relativo. A través de la imposición de tales controles no sólo
un grupo de gente es afectado por el hecho de que ya no pueden participar de
ciertos comportamientos pacíficos sino que otro grupo se beneficia de tales
controles en la medida en que ya no tienen que tolerar tales formas de
comportamiento que les disgustan. Más específicamente, los perdedores en esta
redistribución de derechos de propiedad son los usuarios-productores de las
cosas cuyo consumo está ahora impedido, y ganan relativamente los no-usuarios y
no-productores de los bienes de consumo en cuestión. De este modo, una nueva y
diferente estructura con respecto a la producción o no-producción es
establecida y aplicada a una población. La producción de bienes de consumo ha
sido vuelta más costosa ya que su valor ha caído como consecuencia de la
imposición de controles con respecto a su uso, y mutatis mutandis, la
adquisición de satisfacción del consumidor mediante medios no-productivos y
no-contractuales ha sido hecha relativamente menos costosa. Como consecuencia,
habrá menos producción, menos ahorro e inversión y una mayor tendencia más bien
a obtener satisfacción a expensas de otros mediante métodos políticos
(agresivos). Y, en particular, en la medida en que las restricciones impuestas
por controles de comportamiento impliquen los usos que una persona puede hacer
de su propio cuerpo, la consecuencia será un menor valor atribuido a él y
consecuentemente, una reducción de la inversión en capital humano.
Con esto hemos llegado al
final de nuestro análisis teórico del conservadurismo como forma particular de
socialismo. Nuevamente, para completar la discusión se hará algunos comentarios
que ayuden a ilustrar la validez de las conclusiones anteriormente mencionadas.
Al igual que en la discusión del socialismo socialdemócrata, estas
observaciones ilustradoras deben ser leídas con precauciones: en primer lugar,
la validez de las conclusiones obtenidas en este capítulo pueden y deben ser
establecidas independientemente de la experiencia. Y segundo, en tanto a la
experiencia y la evidencia empírica conciernen, desafortunadamente no existen
ejemplos de sociedades que puedan ser estudiadas con respecto a los efectos del
conservadurismo en la misma medida en que se puede con las otras variantes de
socialismo y capitalismo. No existe un caso cuasi-experimental de estudio de un
país que por sí solo pueda proveerle a uno lo que se considera evidencia
“notoria”. La realidad es más bien una en que todo tipo de políticas
–conservadoras, socialdemócratas, Marxista-socialistas y también
capitalista-liberales- están tan mezcladas y combinadas, que sus efectos no
pueden ser conectados “limpiamente” con causas definidas, pero que deben ser
desenrolladas y atribuidas nuevamente por medios primeramente teóricos. Dicho
esto, sin embargo, algo puede decirse con total precisión sobre el rendimiento
del conservadurismo en la historia. Una vez más la diferencia entre los
estándares de vida entre los Estados Unidos y los países de Europa Occidental
(tomados en su conjunto) permite una observación que encaja con el cuadro
teórico. Ciertamente, como se mencionó en el capítulo anterior, Europa tiene
más socialismo redistributivo –como índica grosso modo el nivel de impuestos-
que los Estados Unidos, y es más pobre debido a esto. Pero más notable aún es
la diferencia que existe entre los dos con respecto al grado de
conservadurismo. Europa tiene un pasado feudal que es palpable hasta nuestros
días, en particular en forma de numerosas regulaciones que restringen el
comercio y la entrada a distintas industrias, y prohibiciones de acciones
pacíficas (no-agresivas), mientras que los Estados Unidos son notablemente
libres de un pasado así. Atado a esto está el hecho de que por largos períodos
durante el siglo XIX y XX, Europa ha sido moldeada por políticas de partidos
más o menos explícitamente conservadores más que por cualquier otra ideología
política, mientras que por otro lado un partido genuinamente conservador nunca
ha existido en los Estados Unidos. En realidad, incluso los partidos socialistas
de Europa Occidental fueron impregnados en gran medida por el conservadurismo,
en particular bajo la influencia de los sindicatos de obreros, e impusieron
numerosos elementos social-conservadores (regulaciones y controles de precios)
en las sociedades europeas durante sus períodos de influencia (cuando más bien
por el contrario lucharon por abolir algunos de los controles de comportamiento
conservadores). En todo caso, dado que Europa es más socialista que los Estados
Unidos y sus estándares de vida son relativamente menores, esto se debe menos a
la influencia del socialismo socialdemócrata en Europa y más a la influencia
del social-conservadurismo, lo cual se evidencia más que en una diferencia de
niveles de impuestos, sino en el significativamente más alto número de
controles de precios, regulaciones y controles del comportamiento en Europa. Me
apresuraré a añadir que los Estados Unidos no es más rico de lo que es
actualmente ni muestra su vigor económico del siglo XIX, no sólo porque adoptó
más y más políticas socialistas redistributivas a lo largo del tiempo, sino
mucho más porque ese país también, fue gradualmente volviéndose presa de una
ideología conservadora de querer proteger un status quo en la distribución de
ingresos y riqueza frente a la competencia, y en particular la posición de
propietarios entre los productores existentes por medio de regulaciones y
controles de precios.
En un nivel incluso más
global, otra observación calza con el cuadro teóricamente del conservadurismo
como causante de empobrecimiento. Ya que afuera del así llamado mundo
occidental, los únicos países que igualan el miserable desempeño de los
regímenes de socialismo marxista son precisamente aquellas sociedades en
Latinoamérica y Asia que jamás han tenido un rompimiento serio con su pasado
feudal. En estas sociedades, vastas áreas de la economía están incluso ahora
completamente exentas de la esfera y de la presión de la libertad y la
competencia y están más bien encerradas en su posición tradicional por medios
regulatorios y ejercidos como es de esperar, por medio de la fuerza.
A nivel de observaciones más
específicas los datos también indican claramente lo que la teoría le llevaría a
uno a esperar. Volviendo a Europa Occidental, de que de los países europeos más
grandes, Italia y Francia son los más conservadores, especialmente si se
comparan con las naciones del norte, las cuales en cuanto a socialismo se
refiere, se han tornado mucho más hacia su versión redistributiva. Mientras que
el nivel de impuestos en Italia y Francia (gasto estatal como porción de su
PIB) no es más alto que en el resto de Europa, estos dos países claramente
exhiben más elementos social-conservadores que en cualquier otra parte. Tanto
Italia como Francia están plagadas literalmente de miles de controles de
precios y regulaciones, volviendo altamente dudoso que algún sector de sus
economías pueda ser llamado “libre” con alguna justificación. Como consecuencia
(y tal como puede predecirse), el estándar de vida en ambos países es
significativamente menor que aquél del norte europeo, como cualquiera que viaje
más allá de lugares netamente turísticos no podría dejar de notar. En ambos
países, desde luego, uno de los objetivos del conservadurismo parece haber sido
alcanzado: las diferencias entre los propietarios y los no propietarios han
sido muy bien preservadas –uno difícilmente encontrará diferencias de ingresos
y riqueza tan extremas en Alemania o los Estados Unidos como en Italia o
Francia- pero al precio de una caída de la riqueza socialmente disponible. En
efecto, esta caída es tan significativa que el estándar de vida para la clase
baja y media-baja de ambos países es en el mejor de los casos apenas mejor que
aquél en los países más liberalizados del Bloque Oriental. Y las provincias
sureñas de Italia, en particular, donde aún más regulaciones han sido
amontonadas encima de aquellas en rigor en todo el resto del país, apenas han
abandonado el grupo de las naciones del tercer mundo.
Finalmente, como un último
ejemplo que ilustra el empobrecimiento causado por las políticas conservadoras,
la experiencia con el nacional-socialismo en Alemania y en menor grado con el
fascismo en Italia debe ser mencionada. A menudo no se entiende que ambos
fueron movimientos socialista-conservadores. Es en tal forma, es decir, como
movimientos dirigidos contra el cambio y las disrupciones sociales causadas por
las fuerzas dinámicas de una economía libre, que aquellos –y no los movimientos
de socialismo marxista- pudieron encontrar apoyo entre los propietarios
establecidos, los tenderos, los agricultores y empresarios. Pero derivar de
esto la conclusión de que debe haber sido un movimiento pro-capitalista o
incluso la etapa más avanzada en el desarrollo del capitalismo antes de su
destrucción final, como hacen los marxistas normalmente, es completamente
equivocado. En realidad, el enemigo más fervorosamente aborrecido por el
fascismo y el nacional-socialismo no era el socialismo como tal, sino el
liberalismo. Desde luego, ambos detestaban el socialismo de los marxistas y
bolcheviques, porque al menos ideológicamente eran internacionalistas y
pacifistas (al confiar en las fuerzas de la historia que llevarían a la
destrucción del capitalismo desde adentro), mientras que el fascismo y el
nazismo eran movimientos nacionalistas dedicados a la guerra y la conquista; y
probablemente más importante con respecto a su apoyo público, debido a que el
marxismo implicaba que los propietarios iban a ser expropiados por los
no-propietarios y por ende el orden social sería trastornado totalmente, mientras
que el fascismo y el nazismo prometían preservar el orden establecido.
Pero, y esto es decisivo
para clasificarles como movimientos socialistas (y no como capitalistas),
buscar ese objetivo implica –como se ha explicado en detalle anteriormente- una
negación del derecho del usuario-propietario de las cosas de hacer con ellas lo
que le parezca mejor (dado que uno no dañe físicamente la propiedad de otro o
participe de intercambios no-voluntarios, es decir, forzados) tan concreta como
la que resulta de una expropiación de los propietarios naturales por la
“sociedad” (es decir, por gente que ni produjo ni adquirió contractualmente las
cosas en cuestión) como en la política marxista. Y en efecto, para alcanzar
este objetivo tanto el fascismo como el nazismo hicieron exactamente lo que su
clasificación como socialista-conservadores le llevaría a uno a esperar:
establecieron economías altamente controladas y reguladas en que la propiedad
privada existía todavía nominalmente, pero en la práctica había perdido su
significado, ya que el derecho de determinar el uso de las cosas había sido
casi completamente transferido a instituciones políticas. Los nazis, en
particular, impusieron un sistema de controles de precios casi completo
(incluyendo controles de salarios), concibieron la institución de planes
cuatrienales (casi como en Rusia, donde los planes se extendían por un período
de cinco años) y establecieron organismos de planificación y supervisión
económicas que debían aprobar cualquier cambio significativo en la estructura
productiva.
Un “propietario” ya no
podía decidir qué producir o cómo producirlo, de quién comprar o a quién
vender, qué precios pagar o cobrar, o cómo implementar cualquier cambio. Todo
esto, desde luego, creaba una atmósfera de seguridad. A todos se les asignaba
una posición fija, y tanto asalariados como dueños de capital recibían un
ingreso estable o creciente, en términos nominales. Adicionalmente, programas
gigantescos de trabajos forzados, la introducción del servicio militar obligatorio
y finalmente la implementación de una economía de guerra fortalecieron la
ilusión de expansión económica y prosperidad. Pero como podría esperarse
de un sistema económico que destruye el incentivo del productor para ajustar
sus planes a la demanda y evitar descoordinarse con ella, y que en la práctica
separa la demanda de la producción, esta sensación de prosperidad probó no ser
nada más que una ilusión. En realidad, en términos de los bienes que la gente
podía comprar con su dinero, el estándar de vida cayó, no sólo en términos
relativos sino también absolutos. Y en todo caso, incluso dejando de tomar en
cuenta toda la destrucción causada por la guerra, Alemania y en un grado menor
Italia, se vieron severamente empobrecidas luego de la derrota de los nazis y
los fascistas.
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